De la naturalización al extrañamiento | From Naturalization to Estrangement
Desplazamientos 1 | Displacements 1
Versión bilingüe — Bilingual Version
La naturalización es el proceso sociocultural mediante el cual ciertos modos de vivir, percibir o actuar se consolidan como normales, neutros o dados. Al naturalizarse, los fenómenos se vuelven invisibles al pensamiento.
No constituye en sí misma algo negativo; por el contrario, cumple una función elemental: permite que las personas nos orientemos en el mundo sin tener que cuestionar cada acción o cada percepción. Nadie puede vivir en un estado de interrogación permanente.
Los hábitos y los automatismos culturales, incluso los prejuicios y los estereotipos, son dispositivos que simplifican la experiencia y nos permiten actuar en contextos complejos de manera eficaz. En este sentido, la naturalización contribuye a la economía cognitiva y emocional que sustenta la vida social en sus aspectos más inmediatos.
No obstante, es esa misma capacidad para invisibilizar las construcciones culturales lo que convierte a la naturalización en una operación indispensable para la reproducción de formas de dominación. Cuando ciertas narrativas, jerarquías o estructuras se naturalizan y se presentan como lo normal, lo natural o lo universal, su carácter histórico y situado queda oculto o desactivado.
Es en este silencioso pasaje de lo construido a lo dado y de lo contingente a lo imperioso donde se manifiesta con nitidez la lógica de la hegemonía, entendida como una forma de poder que no se impone mediante coerción directa, sino que se inscribe con sutileza en las costumbres, los imaginarios colectivos, las tramas afectivas y las convenciones lingüísticas.
La hegemonía se sostiene en la construcción y reproducción de marcos de percepción que se filtran en la vida cotidiana: en los hábitos de consumo cultural, donde ciertos gustos y estilos se legitiman como superiores o universales; en las instituciones educativas y en los medios de comunicación, que difunden normas, valores y narrativas que marcan los límites de lo deseable; y en los modelos políticos y religiosos, donde determinadas formas de autoridad se internalizan como inevitables y ciertas creencias o lealtades se presentan como verdades incuestionables.
Estas dimensiones actúan como engranajes invisibles que consolidan jerarquías, afianzan desigualdades y perpetúan privilegios. La gracia de la hegemonía reside en su opacidad.
Desde esta perspectiva, la naturalización estabiliza las asimetrías al convertirlas en sentido común. Aunque cumpla una función organizadora al facilitar la inteligibilidad del mundo, también encierra un potencial normativo que, de no ser severamente interpelado, crea y consolida formas de exclusión, subordinación o privilegio.
El extrañamiento, en cambio, actúa como fuerza heurística y como estrategia de apertura, dado que supone mirar lo habitual como si fuese nuevo o ver lo propio como si fuera ajeno. El extrañamiento nos abre el camino hacia una ética de la observación cuya premisa básica radica en relacionarnos con el mundo sin clausurarlo.
En el contexto más restringido de la antropología social, el extrañamiento constituye una operación fundamental del conocimiento: desautomatizar, interrumpir lo obvio, volver objeto de indagación lo que se vive y se siente como natural. Entendida de esta manera, la práctica reflexiva del extrañamiento se vuelve una metodología al servicio del asombro, un modo de sostener la pregunta frente a lo que ya tiene nombre.
En los orígenes de la antropología como disciplina, cuando los antropólogos desplegaban casi exclusivamente su trabajo etnográfico en las colonias, el extrañamiento parecía asentarse sobre el simple hecho del desplazamiento geográfico, como si fuera una consecuencia mecánica de la experiencia del “encuentro” de Europa —u Occidente— con la alteridad radical encarnada en los pueblos nativos. En ese contexto, el extrañamiento funcionaba más como una respuesta sensorial ante lo exótico que como un recurso crítico.
Sin embargo, con el progresivo cuestionamiento de los cimientos coloniales de la disciplina, el extrañamiento dejó de ser tan solo una respuesta inmediata al otro distante y, gradualmente, comenzó a constituirse como una operación reflexiva, metodológicamente inducida; es decir, ya no bastaba con viajar lejos; el extrañamiento debía ejercerse también —y, sobre todo— en lo cercano, en lo conocido, en lo propio.
Esta inflexión supuso el abandono del foco exclusivo de la antropología en las llamadas sociedades no occidentales para trasladar el interés hacia las metrópolis, los espacios urbanos, las instituciones estatales y las prácticas cotidianas en contextos que antes eran considerados demasiado próximos o modernos para ser objeto de estudio antropológico.
Este movimiento al interior de la disciplina se dio en paralelo a los procesos de descolonización que, desde principios de los años 50 y a lo largo de los 60, transformaron radicalmente el mapa político y simbólico del mundo. África, Asia y otras regiones comenzaron a sacudirse el dominio imperial, obligando a la antropología a revisar tanto su lugar en el engranaje colonial como las formas en que había construido y representado la alteridad.
El extrañamiento ya no podía apoyarse en la distancia geográfica ni en una diferencia cultural asumida de antemano, debía producirse como una tensión crítica dentro del propio marco de observación. Se volvía, así, un ejercicio orientado a cuestionar la idea de lo extraño como inherente al otro.
Ahora bien, el extrañamiento se realiza mediante operaciones concretas que guían la atención y el pensamiento:
Interrogación, que consiste en formular preguntas sistemáticas sobre lo que se da por obvio.
Reflexividad, para identificar supuestos básicos y evaluar cómo nuestra posición y experiencia condicionan la mirada.
Descripción, con el fin de registrar detalladamente lo que las personas hacen y cómo lo hacen.
Comparación, con la que confrontamos distintas formas de vida para revelar diferencias y similitudes.
Historización, que sitúa los fenómenos en su trayectoria temporal para mostrar que no son eternos ni naturales.
Contextualización estructural, que ubica acciones y significados en sus condiciones sociales.
Revisión interpretativa, cuyo propósito es reevaluar las relaciones entre significantes y significados que se dan por sentado.
Etnoperspectivación, para comprender las prácticas según la lógica y percepción de quienes las viven.
En síntesis, el extrañamiento exige suspender lo dado e interrogar lo obvio, especialmente en lo que asumimos como familiar o transparente a nuestro entendimiento.
Esta operación, que requiere cultivar una disposición deliberada y metodológicamente provocada, no se limita a un desconcierto espontáneo ante lo desconocido, sino que apunta a elaborar y reelaborar la sospecha y la curiosidad como actividades conscientes. Sin atención profunda, no hay extrañamiento.
Es una forma de mirar de nuevo que contribuye a revelar las condiciones de posibilidad de lo dado. Frente a la naturalización, el extrañamiento se produce como un gesto afortunadamente anómalo en el campo mismo de la experiencia, y se afirma como una de las modulaciones posibles del asombro.
El extrañamiento, entonces, no solo constituye una práctica para expandir la construcción de la otredad, sino también, y aún más importante, para desestabilizar las ficciones de nosotredad que se alojan en el corazón de todo etnocentrismo; se trata de una herramienta epistemológica y política que permite desplazar los marcos desde los cuales interpretamos el mundo y formular preguntas allí donde antes había respuestas.
Naturalization is the sociocultural process through which certain ways of living, perceiving, or acting become consolidated as normal, neutral, or given. Once naturalized, phenomena become imperceptible to reflection.
It is not in itself something negative; on the contrary, it fulfills an elemental function: it allows people to orient themselves in the world without having to question every action, every perception, every social bond. No one can live in a state of permanent interrogation.
Habits and cultural automatisms, even prejudices and stereotypes, are devices that simplify experience and permit us to act in complex contexts in an efficient way. In this sense, naturalization contributes to the cognitive and emotional economy that sustains social life in its most immediate aspects.
Yet it is this very capacity to render cultural constructions invisible that turns naturalization into a crucial mechanism for the reproduction of forms of domination. When certain narratives, hierarchies, or structures become naturalized and present themselves as the normal, the natural, or the universal, their historical and situated character is concealed or even negated.
It is in this silent passage from the constructed to the given, and from the contingent to the imperative, that the logic of hegemony becomes clearly manifest—understood as a form of power that is not imposed through direct coercion, but subtly inscribes itself in customs, collective imaginaries, affective networks, and linguistic conventions.
Hegemony is sustained through the construction and reproduction of frames of perception that permeate everyday life: in cultural consumption habits, where certain tastes and styles are legitimized as superior or universal; in educational institutions and the media, which disseminate norms, values, and narratives that define the boundaries of what is desirable; and in political and religious models, where particular forms of authority are internalized as inevitable, and certain beliefs or loyalties are presented as unquestionable truths.
These dimensions function as invisible gears that consolidate hierarchies, entrench inequalities, and perpetuate privileges. The subtle power of hegemony lies in its opacity.
From this perspective, naturalization stabilizes asymmetries by turning them into common sense. Although it serves an organizing function by facilitating the intelligibility of the world, it also carries a normative potential which, if not rigorously challenged, creates and consolidates forms of exclusion, subordination, and privilege.
Estrangement, on the other hand, acts as a heuristic force and a strategy of opening, since it involves looking at the familiar as if it were new or alien. Estrangement opens the path toward an ethics of observation, whose basic premise lies in engaging with the world without closing it off.
Within the more restricted context of social anthropology, estrangement constitutes a fundamental operation of knowledge: to de-automatize, to interrupt the obvious, to make an object of inquiry what is experienced and felt as natural. Understood in this way, the reflective practice of estrangement becomes a methodology in the service of wonder, a way of sustaining the question in the face of what already has a name.
At the dawn of anthropology as a discipline, when anthropologists conducted almost exclusively their ethnographic work in the colonies, estrangement appeared to rest solely on geographic displacement, as if it were an automatic consequence of the “encounter” between Europe—or the West—and the radical otherness embodied in native peoples. In that context, estrangement functioned more as a sensorial response to the exotic than as a critical resource.
However, with the progressive questioning of the colonial foundations of the discipline, estrangement ceased to be merely an immediate response to the distant other and, very gradually, began to take shape as a reflexive operation, methodologically induced; that is, it was no longer enough, or even necessary, to travel far. The exercise of estrangement had to occur also, and above all, in the near, the familiar, and one’s own domain.
This shift marked anthropology’s abandonment of its exclusive focus on so-called non-Western societies, redirecting attention toward metropolises, urban spaces, state institutions, and everyday practices in contexts that were previously considered too close or too modern to be the object of anthropological study.
This movement within the discipline occurred in parallel with the processes of decolonization that, from the early 1950s through the 1960s, radically transformed the political and symbolic map of the world. Africa, Asia, and other regions began to shake off imperial domination, compelling anthropology to reassess both its place within the colonial machinery and how it had constructed and represented otherness.
Estrangement could no longer rely on geographic distance or a culturally assumed difference; it had to be produced as a critical tension within the observer’s own framework. It thus became an exercise aimed at questioning the idea of the strange as inherent to the other.
Now, estrangement can be exercised through concrete operations that guide attention and thought:
Interrogation, which consists of formulating systematic questions about what is taken for granted.
Reflexivity, aimed at identifying basic assumptions and evaluating how our position and experience condition our perspective.
Description, intended to record in detail what people do and how they do it.
Comparison, through which different ways of life are confronted to reveal differences and similarities.
Historicization, which situates phenomena within their temporal trajectory to show that they are neither eternal nor natural.
Structural contextualization, placing actions and meanings within their social conditions.
Interpretive review, whose purpose is to reassess the relationships between signifiers and meanings that are usually taken for granted.
Ethnoperspectivation, to understand practices according to the logic and perception of those who live them.
In short, estrangement requires suspending what is taken for granted and questioning the obvious, especially in what we assume to be familiar or transparent to our understanding.
This operation, which requires cultivating a deliberate and methodologically induced disposition, is not limited to a spontaneous bewilderment in the face of the unknown; rather, it aims to develop and continuously refine suspicion and curiosity as conscious activities. Without deep attention, there is no estrangement.
It is a way of looking anew in order to reveal the conditions of possibility of the given. In contrast to naturalization, estrangement occurs as a fortunately anomalous gesture within the very field of experience, and asserts itself as one of the possible modulations of wonder.
Estrangement, then, is not only a practice directed at expanding the construction of otherness, but also, and even more importantly, at destabilizing the fictions of ourness that lie at the heart of all ethnocentrism; it is an epistemological and political tool that allows both the displacement of the frameworks through which we interpret the world and the formulation of questions in places where previously there were only answers.